jueves, 7 de octubre de 2010


LA PLEGARIA DE LA YUCA


   Quieto e inmuto, con la serenidad propia de una tumba. Mon sosegadamente veía como caía la tarde tras las calvas colinas, mientras con auténtico placer, fumaba su tabaco que languidecía al son de la tarde y sus últimos rayos de luz. Era ello un placer para el viejo Mon quien todas las tardes, ya como un ritual, llegaba a su viejo rancho después de una larga faena para sentarse en su vieja silla y así ver morir el día con cierto júbilo a veces, y en otras ocasiones, lleno de melancolía. Mon ya era un viejo canuco de unos 65 años de edad que había ya pasado por todas las precariedades de la vida del campo, pero que aun conservaba toda su vigorosidad para el trabajo al que no reparaba para hacerlo sin importar lo difícil que este pudiera ser. Hombre moreno que el sol candente estaba ya cansado de quemarle la piel y de calcinar sus pies con el fuego abrazador de la tierra; Mon era un hombre de pelea. Ahora estiraba sus anchos pies sobre un tronco de roble, puesto allí en el colgadizo, para así ponerlos a descansar mientras su sombrero de paja a un lado tiraba descubriéndole así la blancura de su crespo pelo. Allí se quedaba entre bocanadas de humo de su tabaco contemplando la tarde y el subir de sus gallinas al palo. Mon siempre susurraba esta  frase con cierta tristeza mientras inhalaba el humo   del     tabaco: “ya el campo no es como antes”. Y todas las tardes así lo decía sin importarle cuantas veces pudiera repetirlo o que le tildara de loco su mujer a la que él llamaba Minga. Mon, como antes dicho, continuaba en su meditar ahora mirando con más detenimiento a las gallinas que se acomodaban en los palos de la mata.
    No se cuiden de los jurone que la van a pasa feo como la manila así les decía a sus gallinas quienes seguían haciéndose de un lugar para dormir.
   Para Mon ya la riqueza de la tierra se había ido, la sequía había dejado sus estragos en la siembra, ya no cosechaba igual  que en otras épocas y vía como cada vez se iba endeudando mientras que sus tierras no parián lo que esperaba por su inversión. Muchas veces miraba al calcinarte sol como deseando enfriarlo y así permita que sus cultivos lleguen hasta la víspera de la cosecha.
   Ya le decía Lucas el compadre suyo mientras labraban la tierra: “Bueno eto ta jodón! No llueve y el sol ta tan fuelte que cualtea la tierra. Va ve que degaritase de aquí, por lo que yo veo”. Eso le ponía a pensar y lo preocupaba,  pues el hombre nunca había pensado en irse y abandonar sus tierras; aunque era evidente que la aridez y el caliente se estaban apoderando de ellas. El viento soplaba desde el este, percibía sentir la humedad que este traía, pero era más un espejismo de sus vanas esperanzas, pues pasaban días y una gota de agua no aparecía en el cielo que destilaba su color azul y un agujero de luz quemante en su centro. «Maldito sol, por qué no te apaga», decía bajo su inclemente látigo ardiente. Ya terminada su faena, nuevamente volvía a acomodarse en su silla, prender su tabaco y lamentar mientras el sol metiéndose va tras las calvas colinas.
   En las noches Mon acostumbraba a dormir profundamente bajo los vientos que incesantemente hamaqueaban su rancho. Esa noche quizás no volvería a conciliar el sueño de la misma forma. Minga, que en las noches todo lo sabe escuchar, se levantó de un salto de la cama y corrió a despertar a Mon para que investigaba lo que asustaba las gallinas.
   Mon, Mon, despiértate, que alguien anda por la casa, oye las gallinas están asustada le dijo mientras lo movía.
   Tranquila mujer, an de se los jurone, otra ve queriéndose come las gallina le dijo intentando apaciguarla.
   Un jurón no hace tanto escándalo le replicó Minga.
   Las gallina se asutan con cualquier cosa.  A lo mejor fue el caballo que se soltó.  
    Ellas conocen muy bien a tu flaco caballo como para esta escandalizadas. Anda ve haber que está afuera de la casa le dijo con suma insistencia.
    Bueno dijo Mon resueltamente , si me vas a hacer salir por lo meno anda y búscame una lumbre.
    Pesadamente tomó su machete y  un hacho de cuaba que su mujer le trajo. Abrió la puerta parpando una negrura casi indescriptible con el viento levantando la arenisca del suelo que sentía Mon golpear su cuerpo. Los ruidos ahora provenían de la parte atrás del rancho, parecía que lo que allí andaba daba vueltas a la casa. De forma resuelta Mon se dirigió a la parte de atrás de su rancho en el supuesto de amarrar a su caballo que se había soltado. Llevaba en vilo su antorcha intentando ver más allá de la luz. Para su sorpresa el caballo estaba amarrado  en el mismo lugar donde él lo había dejado. Allí, Mon de verdad abrió los ojos y esta vez de veras que estaba al acecho con el corazón rompiéndole el pecho desnudo. Escuchaba nuevamente las gallinas escandalizadas  muchas  aletear sus   alas y tirarse del palo. Presto, se dirigió con sigilo al lugar cruzando los  matorrales  llenos   de cadillos de toda clase que se incrustaron en su piel, ya que el hombre solo andaba en ese momento con un pantalón corto. Sorteó aquellos matorrales tupidos hasta poder llegar al palo donde dormían las gallinas y así descubrir el motivo del escándalo. Su cuaba, afectada por el viento, poca luz ahora le suministraba en el camino, haciéndole caer varias veces en los baches desperdigados en el camino. Al fin, después del difícil trecho, llegó hasta la mata en donde dormían sus gallinas pero, si, pero, lo que encontró allí no tenía nombre, y su cara de espanto y ojos desorbitados así lo confirmaron. Con franqueza no podía creer lo que allí vía a  escasos pasos de él. Era algo que posible en lo real no tenía explicación para él, pues en estas tierras no concebía que pudiera existir algo similar. Mon no lo definía muy bien en la oscuridad, pero era evidente que precisaba su tamaño por la oscura sombra cual era su cuerpo entre la pobre luz de su antorcha. Mon palidecido con el miedo entre los tuéstanos tomó su machete sin pensarlo dos veces ante aquello que veía y que no podía explicar. Lanzó un zarpazo a la sombra entre la oscuridad pero esta no parecía temerle. Luego notó que aquella horrible oscuridad algo llevaba en lo que luego descubrió que era un hocico: una gallina era lo que sus dientes filosos aferraban. Mon, ya sabiendo que era una bestia del monte, se armó de valor y se fue encima de ella con su machete. No pudo asestarle ni siquiera un mísero golpe por que la bestia al ver su intempestivo agresor huyó subiendo velozmente por una barranca.
   Pero bueno ¿Qué diablo era eso? se dijo sorprendido por el tamaño del animal . ¡Pero si era del tamaño de un perro!
   Mon salió de allí todo arañado por los cardos y sintiéndose impotente por la gallina que esa noche la bestia le robó. Minga ya había salido con una lámpara a esperarlo, pues ya no vía la luz de la cuaba en la distancia  y quería saber que era lo que estaba ocurriendo con su marido.
   Dime Mon ¿Qué pasó? dijo Minga muy deseosa de saber.
   No mucha cosa mujerle decía intentando analizar lo que había sucedido. Un animal muy grande se ta comiendo las gallina. No sé como un jurón puede crecé de ese tamaño en estas tierras que no hay casi nada que comé.
   ¿Estás seguro de que fue un jurón? le dijo la mujer un poco perpleja.
   Y que otra cosa podría se que un jurón, ¿un pájaro malo, un vacá? Yo lo que se que esa cosa no me tenía miedo y era bien prieto y grande.
  Pues vete mañana donde el viejo Milón para que te haga un resguardo y te diga que era ese animal, él sabe muchas cosa.
 Mon muy temprano en la mañana después de tomar su café de pilón fue a la mata en donde había visto el animal y para su desgracia no encontró nada inusual que le diera una pista para dar con la bestia. Lo único que allí encontró fue la sangre de la gallina, sus pisadas y las del animal que ahora pudo comprobar que se trataba de un jurón, pero un jurón del tamaño de un perro.
  ¿Qué diablo comió ese jurón para dase tan grande comentó.
  Mon no le dio más largas al asunto ya convencido de que se trataba de un jurón, ahora tenía que darle solución al problema para que sus demás gallinas no perezcan. Fue después de allí a ensillar a su caballo que ya empezaba a preocuparle por lo flaco que estaba. De seguro estaba enfermo pensaba Mon, pero aún así lo ensilló y se subió en él. Se fue colina abajo mirando lo triste del panorama seco que frente a sus ojos se explayaba y el sol amenazante que subía desde el este para hacer la vida de aquel campo lo más calamitosa posible. « Y ni una maldita nube en el cielo, hoy va se otro día difícil pa el trabajo». Decía Mon con cara de lamento y volviendo en si recordando las palabras que Lucas había dicho días antes. Evidentemente era difícil labrar la tierra sin agua suficiente y sin las técnicas de cultivo que en estos tiempos era de obligación utilizar. Ya no era suficiente esperar en la lluvia del cielo y aun más en el sur del país donde las lluvias cada vez más menguaban. Mon se lamentaba y se pasaba las manos por el rostro con la impotencia de no poseer los recursos suficientes para levantar sus tierras de la sequía que estaban experimentando. Mon como antes solo sabia decir su predicamento: “ya el campo no es como antes…”
   Bajó Mon la colina tristemente encima de su caballo y en el camino divisó a lo lejos mucha gente que venía con mulos y muchas cargas hacia donde él estaba. El siguió hacia donde ellos estaban para conocer la causa de tanto equipaje. Al estar ya bastante cerca para distinguir quienes se aproximaban reconoció la cara de otro compadre suyo al que le llamaban José. Venía José con cara de resignación mirando dolido la cara de su amigo Mon quien lo miraba con ojos ávidos por saber de esta caravana.
   Dígame compadre José como le va en esta mañana, hacia donde se dirige le preguntó Mon chupando su tabaco.
   Bueno compadre Mon, yo me voy de aquí le dijo amargamente.
   Como va se compadre, no va a dejá solo le dijo Mon.
   Si mi compai, me va cota hacelo. Ya aquí no hay na, no hay forma de sembrá le decía.
  Aguántese un poquito ma que la suerte cambia le dijo intentándole consolar.
   No compai, ya eto no lo cambia naide. Ya hace mucho tiempo que la lluvia no cae y tamo pasando hambre. No vamo a la ciuda a ve si nuestra suerte cambia.
   Mon no sabía ahora que decir. Se percibía en sus caras y en sus labios cenizos el rostro del hambre, que hacían ver que hace mucho tiempo un bocado no veían. Mon lamentaba escuchar las palabras de José y presenciar tan funesta peregrinación llena de harapos y pies descalzos. Los dejó Mon subir languidecidos la seca colina hacia un rumbo desconcertante hacia la ciudad donde el campesino poco sabe hacer. Mon sabía que de continuar la sequía él tendría que correr con el mismo destino que José y otros que seguirían el mismo camino hacia la ciudad; pero Mon se resistía ante tal idea de abandonar sus tierras e iniciar una incierta vida en la ciudad, él debía de ser paciente y esperar que se mejoren las cosas y así la lluvia vuelva a sanar las llagas de la tierra. Eso creía  Mon y debía esperar a que ocurriera.
   Mon se dirigió hasta sus tierras para presenciar el marchitar de sus cultivos  por  falta de agua. Un racimo de desnutridos guineos tomó de un tajo con su machete y cargó con él hasta su caballo que lo miraba con mirada cadavérica. Mon entonces pensó que tal vez estas tierras habían sido maldecidas y que solo las alimañas como los jurones y otros roedores podían sobrevivir aquí. Fue hasta la mata de aguacates y de allí sólo obtuvo dos rancios y deshidratados aguacates. Hoy nada  más comería guineos con huevos y aguacate. Fue luego haber la tumba de yuca y en el suelo vio muerta una araña de monte, de esas negras que viven en cuevas en la tierra. La movió para comprobar si tenía vida, pero se percató de que hacía días que había muerto, luego un graznido escuchó encima de él; bajo el cielo. Era un ave de rapiña que merodeaba por los lugares para ver que podía  encontrar de comer. Mon al verla solo pensó en sus gallinas, pero se alivió al momento al saber que el ave estaba  lejos de la rancho.
   Maldito guaraguao, hata a esto tengo yo que mantené con lo poco que tengo. Qué será que de eta tierra solo los pájaro malo se dan comentó con rabia.
   Montó su caballo después de dar un vistazo a su siembra de yucas que en el momento lo tenían muy esperanzado, ya que este cultivo podía soportar mejor la sequía que la tierra padecía. Dejó sus tierras y se dirigió hasta su rancho; aunque en el camino hubo de experimentar un pequeño  percance y llegar un poco más cansado hasta su casa. El caballo, caballo de tantas andanzas hoy lucía cansado y abatido presintiendo los achaques de la vejez y la enfermedad que hace tiempo carcomían su vida. Hoy andaba con pasos arrastrados y talante desfallecido como queriéndose quedar en el camino. Mon ya lo había notado, pero como hombre bruto, lo azuzó con el fuete cayendo este en sus costados quemándole la piel que luego levantó una roncha. El caballo su mejor esfuerzo hacía para poder con él andar y su pesada carga  de latigazos que le daba con   ahínco. Mon no quería entender que su viejo caballo ya no podía andar. Quiso intentar nueva vez golpeándolo, pero una respuesta positiva no obtuvo de este. Ya estaban frente a la colina donde el caballo se le detuvo definitivamente. Mon furibundo no hizo más que echar maldiciones al caballo hasta que al fin entendió que debía bajarse y subir a pie la colina; no obstante, con el caballo halado por los frenos. Mon de vez en cuando movía la cabeza hacia tras para mirar los ojos dilatados de su viejo amigo que le comunicaba con sumisión el deseo ferviente de llevarlo como tantas veces, pero que ahora las fuerzas le faltaban y la vida se le escapaba. Mon entonces empezó a tener remordimiento por los latigazos que lleno de furia le propinó al animal; entendió que tiempo atrás el animal le había anunciado su padecer al entrar en un desgaste, cosa que Mon, al ser hombre de campo, no entendía ya que él mismo tampoco era de visitar a los médicos; y que sabía él de los veterinarios y más en esos campos donde los curanderos y brujos eran los sabios de la medicina. Su caballo padecía y él en su cabeza tosca entendía que nada podía hacer. Llegó hasta la casa con él halado por los frenos, y como antes dicho, muy cansado por el caminar a pie. Amarró su acaballo y como de costumbre su ritual continuó al son del tabaco y la tarde, pero hoy palidecía la tarde sin sus rayos dorados por un montón de nubes, residuos de una lluvia muy lejana.
     La noche, otra vez invade su rancho con los fuertes vientos que la acompañan, ventiscas secas y arenosas propias de las dunas de los desiertos. Allí Mon supuestamente descansa pero su machete bien cerca está de su cabecera y duerme con mucha ropa no motivado por el frio, sino por algo más que en las noches visita su casa. No lo escuchó dos veces cuando de inmediato salió despavorido en busca del ladrón, aquel que en las noches sus gallinas se lleva para darse buen festín. Ahora llevaba un foco de pilas que de seguro le serviría más que la cuaba. El escándalo se escuchaba, el revoloteo de las gallinas anunciaba la presencia del ladrón. Avanzó velozmente cruzando  los  arbustos  y  los  cardos  hasta  de  un salto  llegar  a   donde  se encontraban las gallinas. Su foco prendió y he aquí que bajaba  una enorme  sombra negra por el tronco de la mata y entre sus mandíbulas una gallina. Su miedo en verdad había desaparecido del todo y ahora lo embargaba la rabia. Su machete nueva vez tomó ahora con mucha más seguridad. La bestia, ahora miedo le tenía por lo que pronto buscó la forma de escapar del cortante y mortal filo del machete. Mon no le permitía bajar  y a cada movimiento del animal Mon se movía en torno a este. El jurón, que para Mon, convencido, lo era, intentaba esquivar los golpes que desde abajo, con el machete, Mon daba en seco sobre la corteza del árbol. Mon saboreaba su victoria, ya se decía en su mente que lo tenía, y más apremiante según él fue su suerte al acertarle un golpe en el rabo que le hizo soltar la gallina retorciéndose de dolor. El animal ya entendía que su vida  en juego se encontraba por lo que deicidio no cenar y huir a salvo tirándose del árbol como último intento de salvaguardarse. Mon intentó perseguirle pero el jurón atrás lo dejó metiéndose entre los arbustos que le permitieron su segura huida. Mon luego volteo para ver los daños ocasionados por el animal viendo entristecido otra de sus gallinas tirada en el suelo. De rabia furibunda apretó su machete y lo tiró al suelo temblequeando este al contacto con la tierra. Mon acabado y cabizbajo volvió con paso lento hasta su rancho llevando consigo la victima de esa noche. Pesadamente abría la puerta y al hacerlo pensó ir a ver el estado en el cual se encontraba su caballo. Fue a donde lo había  amarrado  y allí lo vio de pie mirándolo como diciéndole “aquí estoy, aun no me he muerto”. Mon  se le acercó y acarició sus crines manifestándole compasión, luego continuó con su lomo parpando allí después la protuberancia de unas definidas costillas que como cordilleras se erigían en el cuerpo del animal. Mon lamentó sentirlas tan visibles.
      Estas bien flaco amigo mío así le decía Mon a su caballo.
     Al amanecer Mon se levantó bien temprano, se tomó su café de pilón y salió a pie con  su azadón y su cachimbo al pico. Tenía hoy que hacer varias diligencias, y una de ellas era la de hacerse de un nuevo caballo, ya que el suyo no daba para más. Había escuchado que José había dejado unos cuantos caballos en venta a muy buen precio por lo que era perentorio actuar en estos momentos con rapidez. Mon no tenía mucho dinero pero la necesidad le urgía por lo que también pensaba regatear un poco el precio. Otra cosa que también debía hacer era buscar la forma de acabar con el jurón que se comía sus gallinas, necesitaba una trampa para matarlo. Una trampa que usando como carnada, la misma gallina, lo deje agarrado y así poder el vengar las víctimas de él. Definitivamente eran dos cosas con las cuales debía de llegar a la casa hoy.
   Mon llegó temprano donde Pedro Ramírez, el buen amigo de José, a quien él había dejado los caballos para que se los vendiera. Mon se quedó inspeccionando a los animales que se veían en la cerca, estaban según él, en muy buenas condiciones, aptos para el trabajo que era lo que a él mayormente le interesaba. Se volvió hacia el rancho de Pedro el que ya lo había advertido desde lejos.
   Dígame Mon ¿Cuál le interesa? decía Pedro mientras se hamaqueaba en una silla desfondada.
   Los caballo etan  muy fuerte, pero vamo a ve el precio para ve si me llevo uno le decía Mon mientras se le acercaba.
   Que va Mon, uste sabe que hay con que, le decía mostrándole su descompuesta dentadura con una sonrisa adema uste e el primero que viene por uno.
   He que la cosa ta jodona y no hay cuarto ni tan siquiera pa comé. Yo me voy a meté en uno porque toy necesitao de montura. Asintiendo con la cabeza le decía. A ve si me lo pone cómodo y dejá de camina a pie.
    Vamo a ve lo que hacemo… le dijo Pedro Ramírez con semblante resuelto para la venta.
    El asunto es que ya Mon subía con un caballo las colinas, un caballo que no le salió muy caro debido a que el hambre en los labios cenizos de Pedro Ramírez hacía eco en su estómago, lo que le convino para el regateo. Ahora tenía un caballo negro mientras que su anterior caballo era blanco, pero que ahora, demacrado, lucía un color pálido grisáceo. Mon estaba contento; le gustaba su caballo. Subió Mon con víveres de su conuco y una trampa que pudo conseguir para acabar con el jurón. Iba muy contento. Había visitado su siembra de yucas, las que a su parecer, estaban respondiendo satisfactoriamente ante la sequía. Pensaba él que con un poco de agua que cayera del cielo sus yucas darían buena cosecha y así podría hacer buen dinero. Mientras pensaba sin darse cuenta del todo llegó hasta su rancho en su enorme caballo negro del que le costó un poco bajarse. Su viejo caballo cada vez más decrépito desde lejos lo miraba con cierta mirada de resignación, tal vez pensando en que sus días estaban contados y de que ya era un estorbo para su amo. Y así lo pudo apreciar cuando tiempo después Mon, una semana, decidió soltarlo y así vagara por los campos. Mon no quiso matarlo, lo dejó libre en algún lugar de aquellas tierras como pago por sus  años  en  servicio,  y  para   que  en sus  últimos  días sintiera lo que es la libertad. El caballo, dolido lo vio partir y alejarse hasta perderse en lo alto de una loma.
     Ahora Mon sólo tiene que esperar hasta que anochezca para recibir al jurón con una desagradable sorpresa. Esta vez se sentía seguro de su éxito; esta vez en verdad disfrutaba ver caer la tarde tras las calvas colinas. Solo era cuestión de esperar y su disfrute seria aun mayor. Vio volar en el firmamento algunos pájaros y dirigió de forma inmediata su mirada al palo de las gallinas. Era evidente que no eran sus gallinas las que allí iban, pero estaba tan pendiente de ellas que las asocio de inmediato con las aves que allí libremente volaban. En eso se acerca su mujer y le interrumpe su ritual de todas las tardes.
    La comadre Maura estuvo aquí hoy le dijo como forma de comentario.
    ¿Y qué quería? le dijo con algo de incomodidad.
    Me dijo que Luca y ella se iban a la ciuda, que deberíamo hace lo mismo.
    Aquello pareció amargarle el deleite de observar la tarde, y no quiso más mirar el sol esconderse para prestar atención  a lo que crecía en su interior como una preocupación asfixiante: que todos perdían la fe en el campo, abandonándolo para irse a mal vivir a la ciudad. Mon sentía entonces que se quedaría solo, y esto lo presionaba sobre manera. Ya su mujer daba signos de no querer ser la única en quedarse  y perder la esperanza de una mejor vida. Se quedaba esperando la respuesta de su marido el que sólo hacía pensar y reflexionar, y para ella era evidente que Mon no quería abandonar sus tierras por muy difícil que se pusieran las cosas. Sabía que a pesar de todo y de la prédica de sus quejas, Mon era un hombre muy creyente y esperanzado. Para él, según ella, y no se equivocaba, pronto vendrían las lluvias. Ya lo conocía bastante, pues eran ya treinta años juntos.
    La tarde al fin murió y Mon revivió nuevamente en espera de que entrara definitivamente la negrura de la noche. Esperó con gran impaciencia hasta que por fin su negrura inundó todos sus rincones. Mon esta vez lo esperaría en silencio junto al palo con su carnada lista en la trampa. Esta vez decía Mon que sería la última gallina del jurón. Soplaba el viento igual que todas las noches con su arenal de fuerte ventisca mientras que Mon lo aguantaba echado junto al tronco del árbol en espera  del  ladrón. Estaba ya cabeceando del sueño, pues el jurón se demoraba en aparecer.  Goteando ya estaba cuando un ruido estremecedor lo despertó abruptamente, entonces agarró su machete y su foco para hacer frente al diablo si era él que estaba allí. Aluzó  hacia el lugar donde provenía el ruido, y he aquí que un enorme y negro animal  yacía en la trampa. Mon lo estudió bien antes de actuar, pues bien raro era este animal. Vio que el animal no tenía escapatoria, pues los dientes de la trampa le tenían cogida la pata trasera trozándole el hueso. Sintió gozo Mon entendiendo que la victoria  y  la venganza estaban próximas a conmemorarse.  Empuñó con fuerza su machete y de un tajo su cabeza cortó, diciéndole luego: « esto e’ por comerte mis gallina». Minga salió al escuchar el alboroto de las gallinas y el grito del animal. Desde donde estaba le voceó  a Mon para saber si estaba bien mientras que éste para que no se alarmara le gritó que había matado al jurón que se comía a las gallinas. Ya entonces subía  Mon con el animal decapitado a rastras. Minga lo vio y se sobrecogió al ver el tamaño del animal diciéndole después a Mon que ese animal no le bastaba una sola gallina para saciar su hambre. Mon entonces entró a la casa y Minga le siguió dejando él, al animal, afuera en la intemperie. Ya mañana sería otro día del que mucho se hablaría del animal en todos los rincones del campo.
      Mon dio de  que hablar en esos días al presentar el animal a sus compadres y vecinos, nadie podía creer que el animal al que Mon  llamaba jurón en verdad lo fuera. Más bien pensaban que se trataba de otra clase de animal, un animal raro que había llegado de otros lindares; definitivamente decían todos los viejos que no era de por ahí. Mientras tanto Mon continuaba mostrando su hallazgo hasta que ya tuvo que enterrarlo por el hedor que empezaba a destilar. Mon se sentía triunfante olvidando lo que le había dicho su mujer sobre su compadre Lucas quien se iba.  Mon lo vio cuando iba con sus mulos ya a preparar su equipaje de manera presurosa.  Mon, ya cuando lo tenía cerca así le dijo: «ahí va Luca y sus mulo rumbo a la ciuda, que irán hace por allá». Mon lo decía en un tono burlón, pero se apenaba por la partida de su mejor compadre y amigo. Ya se sentía más solo  entre todas aquellas lomas despobladas pero resistiéndose a irse. Y no había consejo que valga, que Mon no se iba. Y así pasaron varias semanas en espera de la prodigiosa lluvia que aún no se divisaba a lo lejos. Junto con Lucas otras familias abandonaron el campo y Mon las vio partir sentado como gran señor en su caballo.
   Llegaron reflejos desde el este de posibles lluvias, pues un viento húmedo soplaba, lo que alentaba  a Mon a esperar. Varias semanas más pasaron y las lluvias no aparecían. Era notorio como los frutos de sus tierras se iban deshidratando cada vez más que continuaban sin agua. Mon miraba al cielo y las nubes, allí vacías, pasaban indiferentes ante su calamidad. Mon tiró al suelo su azadón con toda la rabia que el corazón de un hombre pudiera albergar y secándose el sudor de la frente otra vez dijo: “ya el campo no es como antes”. Miró a su siembra de yucas y le pareció ver sus hojas marchitarse, estaba completamente seguro que si no caía una gota de agua sus yucas no sobrevivirían. Parece que Dios escuchó su clamor, que le envió desde el este la copiosa lluvia que el tanto esperaba, pero eso fue después de dos semanas más de interminable sequía. Su lluvia sólo le duró dos días, pero se sentía feliz, pues, para él, era el comienzo de una temporada de muchas lluvias. Evidentemente eso no fue así, ya que varias semanas más le continuó el candente sol castigando a sus tierras y a sus yucas. Volvió el arenal y los vientos y adiós nuevamente a las lluvias, y por si fuera poco otra vez sus gallinas volvieron a alborotarse haciendo levantarse precipitadamente a Mon de la cama y correr con el machete en mano. Por desgracia los parientes del jurón muerto habían llegado a darse gran festín, y así lo harían todas las noches hasta que a Mon no le quedara una sola gallina. Mon llegó a matar a tres más de ellos, pero todas las noches seguían apareciendo como si salieran de un hoyo lleno de ellos. Mon se lamentaba y gritaba:  «¡MALDIO JURONE E QUE NO SE ACABAN…!  Ya llegaban hasta de dos juntos a darse festín. Minga ya se lo sugería con mucha insistencia: que era recomendable partir hacia otras tierras, pero          Mon la mandaba a callar y se sentaba muy mal humorado bajo el colgadizo, ahora sin deseos de mirar la tarde que se hunde tras las calvas colinas. Cuanto desearía que el campo fuera como antes para así no tener que abandonar a sus tierras, menos mal que aún conservaba su siembra de yuca que ahora con la lluvia que había caído podría contar con una buena cosecha. En cuanto a las gallinas después de dos semanas pasadas ya no quedaba una, pues al parecer los jurones comprendieron rápido la mecánica de la trampa y así, diestros, la burlaban.
     Las cosas anduvieron peor en las siguientes semanas, la comida de sus tierras era escasa y ya quedaba poco de sus ahorros, pues tenía que comer con ellos, ya que sus tierras no producían y esperaba solucionar sus problemas económicos con su siembra de yucas; esperanzado en ellas estaba. Minga otra  vez le vino  con  lo  mismo  de marcharse del campo e irse a vivir a la ciudad en donde Lucas se había mudado, un lugar cómodo en una zona pesquera.  De allí le mandó Maura información a Minga de que Lucas había conseguido trabajo y que no le estaba yendo mal. Mon otra vez colérico se sentó en su silla para amargarse fumando su tabaco y esta vez maldiciendo al campo: « maldito campo, cuantos trabajos me haces pasar». Mon aún esperanzado decidió esperarse un poco más; aunque, de hecho, ya su mente estaba cambiando de forma de pensar. Esperaría su cosecha de yucas por el momento. Un poco de lluvia cayó nuevamente y esto avivó las ganas de quedarse de Mon. Pensaba todavía hay esperanza, no hay que ser tan desesperado. Ese era el parecer de Mon al ver las lluvias caer, así que decidió seguir esperando un poco más del acordado.
     Sí, Mon esperó, pero lo que esperó fue ver el fin de sus esperanzas cuando a sus tierras un día en la tarde llegó cabalgando en su caballo y decidió ver cómo iban sus cultivos de yuca. Muy vivas las vio pero la curiosidad le mató y decidió mirar debajo de la tierra  para  ver que había. Ya mucho tiempo había pasado y era evidente que se aproximaba la cosecha por lo que muy prudente era ver el avance de las yucas. Mon con su machete una de las mejores matas escogió para hacer el chequeo. Lo hundió  en la tierra y empezó a cavar hasta por fin llegar  a los tubérculos. Algo encontró, pero no era lo que esperaba,  así que continuó cavando más profundo en la tierra. Otra vez encontró lo mismo y tomó otra mata y así mismo cavó. Lo mismo encontró y un rotundo miedo y desesperación  invadió todo su ser. Con desespero fue y cavó en otra mata, y cavó en otra mata, y cavó en otra; hasta que empezó arrancando algunas de ellas. Cayó de espaldas con el rostro notoriamente desencajado, horrorizado por lo que sus ojos avivarachados veían; era el fin de sus esperanzas. Esperanzas muertas que ahora la yuca se lo hacía ver estrujándole esa verdad entre sus entrañas. Lágrimas corrieron por el rostro de Mon, hombre que nunca había derramado una sola. Se puso como loco tendido de rodillas en el suelo seco de su cultivo diciéndose al ver lo atroz  de la verdad que presenciaba:
    ¡Rabiza, sólo son rabiza. Lo único que han echado son rabiza…! ¡Maldito campo e’ en contra mía que esta…! decía llorando mientras estrujaba la tierra con sus callosas manos.
     Mon no dejaba de llorar como un niño su cultivo de yuca; aunque era evidente lo que le anunciaba el campo: abandonar y marcharse de allí cuanto antes. Así que Mon,  dolido, comprendiendo  su  fracaso y todo  acongojado, tomó su caballo y partió hasta su rancho para anunciarle a Minga que se marchaban a la ciudad. Mon no le dijo nada acerca de las yucas a Minga; no quería pasar mayores frustraciones. Luego, después de dos días, ya Mon iba de camino con toda su carga hacia la ciudad; pero no sin antes presenciar un último y angustiante espectáculo. Era cuando ya iban de camino hacia la ciudad, por el camino arenoso y lleno de piedras. Mon quiso mirar hacia a tras como despidiéndose por última vez de su amado campo, y allá a lo lejos tras un barranco presenció un doloroso y triste adiós. Era su caballo viejo y flaco que desde el barranco lo observaba como despidiéndose. Se veía tambaleante, ya como un fantasma cuando, y allí, encima del barranco, su último adiós le dio para siempre desplomándose y cayendo barranco abajo junto con las piedras y el polvo que movía. Allí lo vio Mon caer con el corazón lleno de dolor y una lágrima en su rostro que no pudo esconder. Su caballo se despedía, vivió para decirle adiós Mon; amigo mío… 

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